El Cinturón de Castidad
Por: Victor Montoya
En la época feudal, cuando el cinturón
de castidad se usaba para controlar la infidelidad y los deslices
sexuales de las esposas durante los largos períodos de ausencia de los
maridos, un aguerrido caballero, que se marchaba a las Cruzadas para
enfrentarse a los enemigos del Rey y el Papa, le pidió al joven
cerrajero de la aldea que confeccionara un cinturón de acero para
asegurarse de la fidelidad de su esposa, una dama de carácter jovial y
conducta coqueta que, siendo de facciones bellas y voluptuosas carnes,
corría el riesgo de descarriarse apenas él montara en su caballo para
marcharse a la guerra.
–Tú sabes que las esposas disfrutan
poniéndoles cachos a los maridos –le dijo al joven cerrajero, mientras
le entregaba una bolsista llena de monedas–. El cuerpo de la mujer
incita al pecado, tiene las frutas prohibidas que desea el prójimo y su
vagina es como la boca de un infierno donde quiere meterse el diablo.
Además, no quisiera que mi esposa, aprovechándose de mi ausencia, se
deleitara con el unicornio de un amante para saciar su sed de amor.
El joven cerrajero, sin levantar la
mirada de la ardiente fragua, escuchó en silencio los argumentos del
caballero, quien, al parecer, tenía mucha razón y esgrimía argumentos
difíciles de contradecir; al fin y al cabo, como enseñaban los más
viejos, nadie habla sin experiencia ni piensa en lo que por sí no pasa.
El joven cerrajero, mientras
meditaba en que ese artefacto metálico se utilizaba para impedir que el
cuerpo de la mujer sucumbiera a las tentaciones de la carne,
confeccionaba el cinturón con una banda de acero más fina que un muelle
de reloj, recubierta de cuero blando, provista de un minúsculo candado
que se sujetaba en la juntura del aro. El cinturón pasaría por entre las
piernas, se dividiría a la altura del ano y cerraría la vulva mediante
una delgada lámina convexa de latón en la que había una pequeña abertura
que sólo le permitiría desaguar.
El día en que el caballero pasó a
recoger el encargo, el joven cerrajero le entregó el cinturón y le
explicó que una vez cerrado el candadito y retirada la llave, sería
imposible que un hombre pudiera tener acceso carnal con su esposa,
debido a la presencia de púas allí donde estaba la boca del infiernito
por donde se metía el diablo.
El caballero quedó maravillado ante el
objeto reluciente como una joya de orfebrería y pensó que por fin
tendría asegurado la fidelidad de su bellísima esposa. El joven
cerrajero, a tiempo de despedirse con sumo respeto, le dijo que le
deseaba bienaventuranzas en la Cruzada, pero lo que no le dijo es que el
cinturón hizo con dos llaves; con una se quedaría el caballero y con la
otra se quedaría él. Lo que le permitiría meterse en la alcoba de la
dama y abrir el candadito cuando se le pegara la santísima gana.
El caballero, antes de montar en su
alazán de alta parada y marcharse a la Cruzada, aseguró el candadito del
cinturón y se llevó la llave colgada como un collar, porque la tendría
en las batallas como amuleto contra la muerte y la infidelidad, aparte
de que le daría la sensación de ser el dueño absoluto de la sexualidad
de su esposa, a quien se la imaginaría aguardándolo en la alcoba,
tendida sobre la cama con su bendito cuerpo al aire, pero con las partes
íntimas custodiadas por el cinturón de castidad.
El joven cerrajero, al saberse dueño de la llave que le daba acceso al santo de los santos
de la dama del caballero, se quitó el delantal de cuero curtido, se
lavó la cara y el cuerpo. Pegó dos golpes de martillo sobre el yunque y
se dirigió a la casa del caballero ausente, donde estaba la dama con
ansias de que la despojaran de esa prenda metálica que, más que ser un
mecanismo de seguridad, era un doloroso instrumento de tortura.
Una vez que la dama quedó liberada de
esa prenda insoportable, que le rozaba la piel de sus zonas sensibles,
no sólo hizo sus necesidades fisiológicas con placer, sino que también
complació los insaciables deseos del joven cerrajero, quien gozó con los
perturbadores encantos de la dama y cuyas visitas se repitieron noche
tras noche, hasta que ella quedó embarazada una y otra vez.
Cuando el caballero volvió de la
Cruzada, donde había perdido un ojo, un brazo y una pierna, comprobó que
su esposa seguía con el cinturón de acero, pero que su familia había
crecido como por obra y gracia divina. Entonces el caballero, como todo
guerrero acostumbrado a dar la vida a nombre del Rey y el Papa, hizo
loas a Dios por haberle concedido una fiel esposa y aceptó a los niños
como una recompensa por la sangre derramada en Tierra Santa.
Sólo el joven cerrajero sabía que el
cinturón de castidad no sólo se usaba para reprimir la sexualidad de la
mujer, sino también para demostrar la estupidez de un hombre que no
aceptaba el sabio proverbio que reza: El hombre es fuego, la mujer estopa; viene el diablo y sopla,
o, dicho de otra manera, al hombre no se le puede pedir que no desee a
la mujer del prójimo ni a la mujer se le puede encerrar con un ridículo
candado y su llavecita.
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